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Anécdotas
16 Oct 2005

"Castelar Hollywood" por Dante Pena

Si bien Castelar colmaba las expectativas de vida de cualquier individuo que buscara tranquilidad, belleza y servicios; durante muchos, muchos años, nuestra Ciudad no fue un centro de reunión "Juvenil-Bolichero-Barquilombero" respetable. Los que fuimos adolescentes en los setentas y ochentas, recordamos a nuestro barrio como el centro del universo conocido para vivir desde la mañana del lunes, hasta la tarde del sábado. Pero si lo que buscabas era joda de sábado noche, Castelar no estaba catalogada en primera división.
Si tenías suerte y un conocido con coche, podías tomarte un cafecito en "La Gran Castelar" (elefántica pizzería que ahora es una juguetería); y al sonar el cu-cú de las 12 de la noche salir rajando en una loca carrera hacia tierras algo mas carnavalescas. (Algunas pequeñas zonas de Morón, o el incombustible Ramos Mejía).

Antes de la partida de tan descontrolado raid alcohólico-musical, podías ver por las calles cercanas a la estación, a las diferentes tribus que decoraban parte del paisaje urbano. Tribus totalmente Naif, de las que sin querer formábamos parte, debido a razones de vestimenta, música, o simplemente por si ibas a pie o en coche. (y dentro de QUE coche, claro).

Si tenías el pelo largo, campera de cuero o jean, negra. Pantalones vaqueros bombilla, y zapatillas Topper basquet de color negras; lo mas probable es que tu ídolo fuera Pappo o Deep Purple. Tu medio de transporte un destartalado Kaiser Carabela… Y tu destino final del sábado por la noche sería ir a "curtir metal" en algún antro de Morón, como Thaler, o Paréntesis, o quedarte tirado comiendo pizza en la Sportman de al lado de la estación.

Si te vestías como podías, usabas zapatillas o mocasines náuticos de oferta, y conseguías que algún amigo con un coche afanado descaradamente durante la siesta, te llevara; seguramente eras carne de cañón, en la cola de Crash o Pinar de Rocha, en Ramos Mejía.

Y si papá te venía a buscar en un 505, vestías ropa de colores suaves, pullovercito bremer sobre los hombros, y mocasines italianos con hebillita brillante; tu infierno sería soportar el ambiente que se gestaba a lo largo de las avenidas de Vicente López y Olivos.

Pero vuelvo a Castelar. El aire que se respiraba después de esta huida, era fino y deprimente. Calles vacías, mozos barriendo la vereda, abuelas de batones floridos sacando la basura y pateando a algún gato que había roto la bolsa del vecino.

Era la viva imagen del instante "post guerra nuclear", con papelitos flotando en el aire y pequeñas nubes de polvo generadas por la huida de los habitantes púberes de la zona. Era la última posibilidad que tenías de ver las luces de los locales, las vidrieras de los bazares, y los cartelitos de las ofertas inmobiliarias. Porque cuando volvíamos dormidos, borrachos, o simplemente cansados de yirar y yirar al reverendo gas, Castelar se había convertido en un enorme fantasma oscuro, y sin el brillo de la inminente mañana del domingo. Esa mañana reservada a padres, abuelos y niños. Mañana que durante muchos años una generación de Castelar no llegó a conocer.

En Agosto de 2005 decidí pasear mi barriga por las calles de Castelar. Allí estaba yo, con la estúpida apariencia de un turista del primer mundo. Mp3, filmadora en miniatura, cámara digital, ropa de la buena, euros en el bolsillo, y una cara de imbécil trasnochado que ni te cuento. Estuve metiéndome en todos los sitios que podía, a saludar personas que ni recordaban quién era yo. Me metí en la verdulería de Jorge, en Arias y San Pedro, o En la peluquería de Hugo, que estaba a la vuelta. Conocí a Gabriel Colonna, que me deja escribir en este espacio, y me comí un alfajor de tres pisos sentado en el cordón de la vereda enfrente del kiosco "02".

Era sábado. O sea un día como cualquier otro, según recordaba yo, en mi barrio y zonas aledañas. Un día invernal, húmedo y gris. Un hermoso sábado de vacaciones, para un tipo que buscaba recuerdos en cada vidriera, en cada rincón de cada calle.

Fui a la casa de mi amigo Victor. La de su madre. Allí estaba él y una fuente de galletitas que comimos con café con leche. Víctor, como yo, había emigrado a Italia muchos años atrás. Y habíamos coincidido en nuestras vacaciones de una manera absolutamente fortuita. Hablamos durante horas de las cosas que hacíamos cuando éramos la generación fiestera de la zona. Cuando sabíamos "el tema", donde estaba la onda y a que horas había que buscarla.

Al filo de las once y media de la noche salí de su casa. A escasos metros de la estación de servicio "Esso" de Arias. No quería tomarme ni la combi que me llevaría al depto. que me habían prestado en Palermo, ni el fantasmagórico convoy del terror, (el otrora tren de la linea Sarmiento). Si bien familia y amigos me habían recomendado que no anduviera paseando por lugares oscuros, a altas horas de la noche, me puse a caminar por esas calles que tan bien conocía. Me resistía a creer que este lugar tuviera "problemas de seguridad". Estaba en Castelar. ¿En que lugar me podía sentir mas seguro? . Caminé durante una hora en dirección a la estación. En zig-zag. Observando los carteles de las inmobiliarias colgados de los enormes chalets semiabandonados, a la espera de que a algún arquitecto los reciclara en torres sin sentido.

Al llegar a la zona de "la cortada" observé un importante movimiento de pibes en las cercanías del boliche que allí se encuentra. Hace 20 años, en el sitio donde esta ese boliche, habia un precioso antro que se llamaba "La cabaña". De hecho, era una cabaña. Un bar donde podías tomarte algo mientras escuchabas a algún grupito de música, de la zona oeste. Pequeño y mal iluminado, con poco sitio para los músicos; pero cálido y bohemio.

Pasé entre los chicos. Algunos estaban en el suelo tomando no se que mezcla de bebidas en un enorme vaso de plástico. Exactamente igual que lo había visto en Madrid, Barcelona, o Amsterdam. "Cosas de la globalización", pensé. El ambiente que allí se vivía era extrañamente ajeno a mis recuerdos de Castelar. Muchas cosas habían cambiado.

Pasé de largo, remontando Carlos Casares hasta la avenida Sarmiento. El enorme chalet de la esquina, se había transformado en un horripilante grupo de viviendas adosadas al mas puro estilo "Notting Hill", de Londres. Y a lo largo de la avenida, hasta Santa Rosa, pude divisar infinidad de locales comerciales y casas recicladas para inmobiliarias y negocios.

No deseo aparecer como un retrógrado, negando el avance de la cultura del dinero. Hoy todo es dinero. Pero esta tambaleante fachada de "progreso", que tenía Castelar; sepultaba algunos sueños de mi niñez y juventud. Junto con la belleza de muchas de sus calles. Belleza que los que vivíamos aquí, pregonábamos a los cuatro vientos, cada vez que estábamos lejos de nuestro barrio.

Al llegar a Santa Rosa, me quedé helado. No sabía donde estaba parado. No reconocia nada de lo que veía. Ni tan siquiera la heladería Jamaica, que ya no era tal. Ni las luces de neón, ni el Mc Donalds, ni el frenético movimiento de personas y coches. Aquéllo parecía cualquier cosa, menos mi proletaria y sencilla Avenida Santa Rosa. No digo que me sorprendiera desagradablemente. No me desagradaba en el fondo. Pero me sentía en un sitio que no era mío. Vine a buscar una cosa que ya no existía. Castelar había cambiado de color, como las canas que graciosamente nacen en mi barba y bigotes.

Los coches estaban apilados unos encima de otros. Gritos, música cuartetera a todo volumen, risas y corridas de vereda a vereda. Bares y pizzerías…Y por todos lados la palabra "Delivery". Después supe que en mis años de ausencia, en mi país todo era "Delivery". Te llevaban a casa desde un pancho, hasta una caja de preservativos. En motitos humeantes, con cajas de plástico en la parte de atrás. ¿Por qué demonios decia "Delivery"?. No lo sé. Cuando yo era pibe eso se llamaba "Entrega a domicilio". ¿Sería otra consecuencia de la globalización?.

"Olvidate de encontrar un lugar para estacionar". Inclusive había coches cruzados en bajadas de garajes, y en doble fila. Y hasta donde mis ojos podían llegar a ver, había movimiento, luces y milonga. Hasta la hora que hiciera falta.

Me metí en la calle Rauch. Gracias a Dios, estaba casi exactamente igual que cuando la recorría, años atrás, en bicicleta. Y aunque era ya mas de medianoche, la oscuridad de aquélla noche invernal no lograba opacar sus veredas llenas de árboles y plantas. Y hasta pude comprobar que los dueños de algunas casas no se habían rendido a construir en sus fachadas, altas paredes con culotes de botellas y rejas. Pero en algunas esquinas había casetas de vigilancia. Eso me encogió el alma.

Volví caminando otra vez por Santa Rosa, esquivando chicos y chicas sentados a todo lo ancho de las veredas, enfrente de lugares dedicados a congregar a la juventud de la zona y de otras zonas mas lejanas también. Comprendí que Castelar era ahora, un punto de encuentro distinto. Un imán de personas, voces y risas. Un centro de reunión que creo yo, me hubiera gustado disfrutar en mi juventud…Pero, sin embargo, me sentía extraño y ajeno a todo ese movimiento.

El mundo ha cambiado mucho mas de lo que me había dado cuenta. Y Castelar forma parte de ese mundo que tiende a generar imágenes idénticas allá a donde fueres. Había venido en busca del rincón privado de mis recuerdos, y me había encontrado mas o menos con lo mismo que podía ver a diario en cualquier ciudad del mundo. Pero, ¿Por qué en Castelar?.

Repito: no me parecía mal. Solo me sentía fuera de mi medio. Para quien se había quedado viviendo aquí, el cambio fue gradual y lógico. Para quienes recordamos a Castelar como imágenes en color sepia de un álbum de fotos, el impacto es brutal. Finalmente entré en una remisería, y para alegría del que estaba detrás del mostradorcito, pedí un coche que me llevara desde Castelar a Palermo.

Al amanecer del día siguiente, domingo; volví a recorrer sitios y baldosas. Pero la luz del sol permitió que mi cabeza reconociera el movimiento de las personas en las calles. Seguramente esos pibes que vi la noche anterior, estaban aún durmiendo la juerga de mezclas de bebidas en vasos de plástico. El aire olía a pan y facturas. El ejército de hormonas se había desvanecido, y las veredas volvían a estar llenas de chicos en bicicleta y abuelos sentados a las puertas de sus casas.

Me subí a un colectivo con un numero extraño, que seguia el recorrido del antiguo 633. Bajé otra vez en Santa Rosa. Y pude ver las consecuencias de la batalla de la noche anterior. Salvando las chapas patentes de los coches, podría haber estado en cualquier barrio periférico de Madrid, o de París. El mismo desorden, los mismos vasitos de plastico y botellas vacías. Los pibes de hoy día ya no iban a un local o algún sitio que estuviera "de onda". Sino que tomaban las calles de forma anárquica, haciendolas suyas (y están en su derecho). Lo único que no terminaba de cuadrarme en la cabeza, era que ese ambiente de mañana de domingo era diferente al de mi niñez y adolescencia.

Los letreros de los locales apagados, las veredas como unicos espectadores del ballet de papeles y atados de cigarrillos vacíos que movía la tenue brisa de invierno. Y yo, intentando comprender que el amor por mi barrio y por sus calles estaba sufriendo una crisis de identidad. Dentro de un coche, tres chicos dormían acurrucados tapados con las camperas. Mejor asi. Sino podrían haber sido noticia de tapa de Crónica, en un accidente automovilistico producto de una intoxicación etílica.

Me compre unas facturitas. Y me dieron un café en un vaso de cartón encerado, al mejor estilo Bronx. Caminé despacio por la avenida Arias, como el que intenta reconocer el cuerpo de una antigua amante, y encuentra lunares y pequeñas cicatrices que no reconoce. Pasé por delante de un negocio que creo que vendía helicópteros en escabeche, pero tambien decía "Delivery". Y ya no supe por donde estaba caminando.

Supongo que sentí lo mismo que los que ahora tienen 70, o mas años, y recuerdan a Castelar con calles de tierra y carros tirados por caballos, y caminaban por el castelar de mi adolescencia…Pero fuí egoista y solo pensé en mi.

Desde Madrid, mirando un letrero de neón fabricado en China. Los saluda:

Dante.

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